Cuando el tribunal emitió el veredicto, todo el mundo intuyó que se había cometido el mayor fallo del planeta. El juez golpeó dos veces con su martillo sobre la base de madera y se levantó con la sospecha palpitando en la sien. De camino a la puerta, aquel juicio se había convertido en una procesión de Viernes Santo. Los acusados, entre muecas y burlas, abandonaban su jaula de cristal como pájaros atrofiados. Cambiar de nombre. Eso les bastaba para volver a ser legales.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Si a quienes formaban parte de dicho tribunal se les obligara a convivir a diario con semejantes “perros”, no te quepa duda de que se lo pensarían mejor antes de emitir otro veredicto semejante. Porque no es lo mismo sufrir su fétido aliento a unos pocos centímetros de la propia cara que, aun conociendo su peligrosidad, residir placenteramente a centenares de kilómetros del feudo de tan “sanguinarios animales”.
Un motivo más para la indignación colectiva. Gracias Clemente por seguir visitando el blog. 1 abrazo.
Publicar un comentario