De pequeño, cuando sus padres discutían, corría hacia la azotea para evitar que la paliza cayera sobre él. Sabía, en cualquier caso, que era cuestión de tiempo. Aquellos míseros segundos de paz los dedicaba a contemplar los alborotados saltitos que daba “Elvis” en la jaula. Se preguntaba si aquel pajarillo era feliz encerrado allí, sin poder volar más de dos palmos. Un día, armándose de valor, subió al cubo de la fregona y abrió la trampilla de la jaula, pero “Elvis”, incomprensiblemente, no la abandonó. Fue una experiencia que lo marcó de por vida. Tanto que, tras cumplir 25 años de condena, ha deseado, por unos instantes, ser un pájaro tonto. Como “Elvis”.
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