El hombre recibió la ecuación alquímica de su predecesor tras un breve secreto centenario revelado al oído. Impulsado por una excitación que jamás había experimentado, el hombre corrió a su oscura guarida, encendió una luz tenue y acercó la tela raída que contenía las palabras tan codiciadas. Según aquel legado, debía mezclar con extrema precisión varias dosis exactas de diversos componentes que le eran muy familiares. El segundo paso consistía en extender la aleación resultante a través de cualquier medio de propagación. Y así lo hizo. Al poco tiempo, la ecuación había dado sus frutos. Ahora solo debía guardar con suma discreción su identidad de alquimista. “Cuidado, hay mucha gente que sospecha de los políticos” –recordaba todos los días aquel hombre de oro.
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